Todos mis escritos empiezan con un "quizás"
Todas mis canciones comienzan con una larga nota mantenida que da rienda suelta al dolor.
Todos mis dibujos son una mezcla de grafito y melancolía tintada con acuarelas grises.
Será por eso que hoy no sé exactamente qué hacer para purgar la pena. Puedo cantar y que mis manos plasmen por sí solas lo que quieren desahogar. Puedo no hacer ninguna de ellas porque, como descubrí hace tiempo, el calambre en los dedos cuando finalizas la obra que grita tu frustración y el mareo de ideas vacías no es suficiente; y siempre necesitas más. Más veneno. Más nostalgia. Más pena.
He almacenado demasiados calambres y vacíos, esperando complacer un alma más morbosa que bohemia. Un alma que se recrea en su oscuridad. Pero no es lo mismo cuando colma el vaso una gota que no va dirigida a ti. Cuando el amor que se ve truncado no es el tuyo. Cuando la traición es ciega a los ojos más inocentes del mundo. Cuando no es tu lealtad la que quebrantan. Cuando no es a ti a quien quiebran en miles de pedacitos que se esparcen sin saber cómo recomponerse.
Es un calambre que duele. Es un vacío que te aturde. Es un grito que no debe recrearse como una cinta vieja, sino que se debe escuchar. Es una agonía que ha de sacudir muros hasta resquebrajarlos. Es una impotencia que ni cientos de cristales rotos ni olas rompiendo con virulencia contra las más afiladas rocas podrán sosegar.
Es el abandono.
El abandono de un corazón puro. De un alma cándida.
Es el hielo cubriendo de nuevo mis pulmones, reabriendo una cicatriz más antigua que el tiempo con sus afiladas esquirlas. Es la ponzoña que vuelvo a saborear en mi lengua. Es el velo de acidez que jamás volverá a levantarse. La promesa de nunca perdonar.
Nunca jamás.